Hasta hace poco creía —como muchas otras personas— que el autostop había muerto junto a la era hippie. Jamás había me había encontrado con ningún mochilero mostrando el pulgar en la carretera o gasolinera, e incluso pensaba que era algo ilegal. Además, tampoco le veía mucho sentido con la llegada de los vuelos low cost, las conexiones de bus y tren, y la aparición de blablacar.
Todas esas ideas cambiaron drásticamente cuando realicé el año de voluntariado europeo (EVS) en Polonia, dónde descubrí que en otros lugares de Europa seguía siendo normal viajar a dedo, e incluso había competiciones de autostop. Sentí una inmediata curiosidad, alimentada por los relatos de aventuras de algunos estudiantes polacos.
¿Tenía sentido el autoestopismo, después de todo? ¿Ofrecía algún tipo de ventaja a otros medios de transporte más convencionales, además del coste? ¿Era peligroso?
Mi alma aventurera conjeturaba dentro de mí, y sus ojos se quedaban presos en la lejanía del horizonte, elucubrando y teorizando sobre aquel abismo de posibilidades. ¿Realmente sería posible? Todo aquello había que llevarlo a la práctica y así sacar conclusiones más firmes y empíricas que las de la imaginación. La oportunidad perfecta llegó cuando los voluntarios que vivíamos en Polonia nos enteramos de que el mayor festival al aire libre de Europa, el Przystanek Woodstock, se celebraba precisamente cada año en Polonia. El Woodstock es un fantástico festival de rock de entrada libre, en mitad de un bosque, donde acuden una media de más de 600 mil personas cada año. Y está basado en el famoso festival hippie «Woodstock» de 1969 en EEUU, que contó con artistas como la princesa del rock: Janis Joplin, The Who, Jefferson Airplane, o Jimi Hendrix, entre otros.
Un festival de rock con raices hippies era sin duda la elección más coherente para llevar a cabo el experimento del autostop.
Mi compañero de habitación, Álex, y yo, nos preparamos las mochilas, los sacos de dormir y la tienda de campaña, y la tarde del viernes aparecimos a las afueras de la ciudad de Wrocław (Breslavia) con un cartón donde se podía leer: «¡Woodstock!». Más de 300 kilómetros nos separaban desde la capital de la Baja Silesia hasta el famoso festival.
Nuestro mayor error fue comenzar demasiado tarde. El día caía, y para cuando terminó de oscurecer nos dimos cuenta de que los coches no veían nuestro cartel, y decidimos dormir a la intemperie, contándonos historias y observando el cielo estrellado. Pero, en cualquier caso, al día siguiente llegamos a Woodstock y constatamos que, empíricamente hablando, seguía siendo posible hacer autostop en pleno siglo XXI.
Algunos meses después me mudé a Berlín, donde comencé a aprender alemán. De entre todas las bellezas que uno puede encontrar en esta ciudad, una de mis favoritas es la variedad de personas que uno puede conocer. Una de ellas fue un joven viajero argentino, al que conocí en una crypto party (evento informal para aprender sobre la privacidad en Internet). Este viajero, Rodrigo, me contó que viajaba por toda Europa haciendo autostop y couchsurfing. A los 18 años ya se había recorrido América Latina, y también había estado en Asia. Durante varias conversaciones me contó cómo viajaba con un coste máximo de 300€ al mes, y algunas de las formas que había encontrado en distintas situaciones para conseguir dinero durante «el camino». Algunas de sus frases: «El dinero no es un impedimento real para viajar», «Ningún lugar del mundo es peligroso», o «El viajero está más expuesto a la vida».
Escuchar sus experiencias y anécdotas, así como algunos consejos, hicieron crecer en mí el deseo de una nueva y mayor aventura. Quería exponerme a la vida, comprobar si era capaz de viajar sólo, saber si me atrevería a vivir las correrías de caballería con las que a menudo soñaba. Y, teniendo planeado viajar todo el mes de septiembre a Valencia, poco a poco fue haciéndose más grande la idea de recorrer los 2300 kilómetros que separan Berlín de la capital del Turia haciendo autostop. Tenía el tiempo necesario, y también las ganas.
Cuando finalmente tomé la decisión de que así lo haría entré en un estado de euforia interior (como ocurre a menudo a las personas que tomas decisiones importantes y ponen su vida en movimiento).
Toda esta euforia se fue por donde había venido cuando llegó el día de comenzar el viaje y, tras casi tres horas intentando salir de Berlín, todavía no había conseguido que ningún coche me llevara. La salida a la autopista que había escogido no tenía ningún punto donde los coches se pudieran parar para recogerme. Las carreteras estaban congestionadas de tráfico (era viernes), se percibía un ambiente de estrés en el aire, y prácticamente ningún coche paraba en la gasolinera que había en aquella zona.
Había leído en los foros que las gasolineras eran un buen punto para los autoestopistas, ya que uno podía preguntar directamente a la gente, hablar con ella, y los conductores podían llevarse una primera impresión del viajero. Así que dediqué varias horas a preguntar a los pocos conductores que paraban allí. Cuando ya estaba pensando en volver a casa y llamar a mi madre para anunciarle la cancelación del viaje, un grupo de tres alemanes aceptó llevarme durante el primer tramo.
Una vez roto el hielo todo se volvió mucho más fácil. En realidad, no quedaba más remedio a que fuese más fácil: ya no podía volver a habitación de Berlín. Ya no había vuelta atrás.
Así viajé desde Berlín hasta Frankfurt, donde pasé la noche en la casa de la última persona que me había recogido aquel día. Al día siguiente seguí la ruta hacia el sur, crucé la frontera con Francia y pude vislumbrar la belleza de la ciudad de Estrasburgo.
La mayor dificultad en Francia era el idioma: yo no hablaba francés, y muchos de los franceses que encontraba no hablaban el inglés.
La segunda noche la pase en una habitación de una gasolinera en la localidad de Besançon. A la mañana siguiente tuve una gran suerte al encontrar a un grupo de jóvenes alemanes que viajaban por vacaciones, y me llevaron todo el tramo desde Besançon hasta Montpellier, ciudad que tenía marcada en el mapa como parada importante. Allí estaba un amigo (también alemán) haciendo un erasmus durante su máster. Pude pasar dos días magníficos allí, yendo a la playa, callejeando por la pequeña ciudad universitaria, y encontrándome con el ambiente de los estudiantes que hacían su erasmus allí.
Tras los dos días de alto volví a la carretera, y aquel mismo día logré recorrer todo el tramo hasta Valencia.
En total viajé en 8 coches, desde Berlín hasta Valencia. Bastaron 8 «síes» para cruzar Europa por menos de 15€ (los que necesité para comprar algunos tickets de transporte público en las ciudades de Estrasburgo y Montpellier).
El haber realizado el viaje de este modo me permitió conocer a una gran cantidad de gente, mantener muchas conversaciones interesantes, aprender a pedir y a aceptar, y también supuso una gran aventura llena de improvisación, siempre mirando los mapas, resolviendo situaciones y rutas según la dirección en la que me llevaran. Por supuesto, también aprendí geografía, practiqué inglés y alemán, aprendí alguna palabra en francés, y anoté varias ciudades a mi lista de lugares que visitar en el futuro.
Por supuesto, bien podría haber comprado un ticket de avión Berlín-Valencia por menos de 100€, pero entonces sólo habría visto dos aeropuertos.
Web de interés para los autoestopistas: http://hitchwiki.org/es/
Consejo desde mi experiencia: Personalmente me resultó muy efectivo ir directamente a vías de servicio de las autovías/autopistas, donde todos los coches que paraban seguían de todos modos en la dirección que yo quería.