La capital francesa ha llegado a tal punto, en la imaginería popular, que uno siente cierta presión al pisar sus calles por primera vez. No en balde está visitando una de las ciudades más bellas del mundo, donde a cada esquina se le supone llena de encanto, a cada edificio, a cada calle… Es la ciudad del amor, de los cafés y del existencialismo.
Hay que tener mucho cuidado con este tipo de presión estética, porque puede spoilearle a uno toda la experiencia. Resulta difícil ver y disfrutar la belleza de una ciudad, cuando uno está obligado a ello.
Ya nadie viaja a París sin haber escuchado antes, con relativa frecuencia, «te va a encantar».
A mí no me encantó, ni me impresionó tanto como me habían predicho. Supongo que la presión me pudo, pero es que es difícil disfrutar de la mona Lisa en el Louvre estirando el cuello entre cientos de turistas, saborear un café que te hace temblar la cartera, o apreciar la belleza arquitectónica de un monumento cuya superficie centellea constantemente por los flashes de cámaras.
Lo primero que hice al llegar a la ciudad fue, por supuesto, visitar la torre Eiffel. Al llegar al parque donde se erige la torre, me senté en un banco y comencé a comer un sándwich mientras la observaba. Nada. No sentí nada. Palos metálicos oxidados. Ni siquiera su altura me pareció demasiado imponente. Tampoco voy a mentir, la dichosa torre queda graciosa cuando uno observa la ciudad desde algún lugar relativamente alto, y ve los palos de hierro emergiendo entre los edificios. En frente de la torre, sin ir más lejos, está el palacio de Chaillot, y la panorámica desde allí se deja ver.
Desde que vi la torre por primera vez, comencé a tener un sentimiento de estar siendo engañado. Percibía cierta conspiración en el ambiente, rodeado del murmullo de los turistas. La sensación se agrandó al visitar otros lugares como el Arco del Triunfo, Notre Dame o el palacio de Versalles. Es gracioso que, en Versalles, prácticamente sólo se pueden hacer fotos sin turistas si uno fotografía hacía arriba:
Es obvio que París, como muchos otros lugares en la actualidad, sufre el constante acoso del turismo. Si yo fuese el alcalde, pensé, mandaría hacer un par de edificios excéntricos y les daría el mayor bombo en las guías turísticas. Construiría una campaña de marketing utilizando libros y películas para crear una imaginería popular en torno a esos lugares. En pocas palabras, les daría a los turistas varios puntos de encuentro donde hacerse selfies, donde tenerlos a todos concentrados, para mantener los verdaderos lugares bellos en paz. Al fin y al cabo, sería desastroso si los turistas caminaran de forma caótica por todas partes. Así que, si no puedes vencerlos, al menos concéntralos en unos pocos lugares clave.
La torre Eiffel era un señuelo. Y, además, uno bastante obvio.
Tenía que huir de las guías para encontrar la belleza. Caminar por los lugares donde nadie me esperase…
Me encantó callejear por Montmartre, con sus desniveles, sus fachadas variopintas, su diversidad cultural.
Uno de los momentos más bellos de todo el viaje, por ejemplo, lo viví en una calle donde no había ni un alma. Se escuchaba a alguien tocando el piano en una casa, y yo me senté en el portal para leer algunas páginas de «The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy», de Douglas Adams. Un gato extraordinariamente peludo fue toda mi compañía. Tenía el morro hundido hacia adentro, como si alguna vez en su infancia hubiera chocado con todas sus fuerzas contra una puerta de cristal. Tenía una mirada dura, aunque luego resultó ser un gato muy simpático.
También visité a gente interesante en el cementerio de Père Lachaise, como Oscar Wilde, Voldemort, Delacroix, Chopin o Bizet.
Es un cementerio con mucha vidilla, paradójicamente. Me gustó la diversidad religiosa de las tumbas, ya que no sólo hay cruces cristianas, sino que también hay tumbas judías, masónicas o egipcias…
No pude evitar, también, ir al «Conservatoire National des Arts et Métiers». Había leído sobre ese museo hacía tiempo en la novela «El péndulo de Foucault», y había quedado hechizado por las descripciones de Umberto Eco. El lugar vale la pena.
A modo de conclusión, debo admitir que que París está «bien», aunque no se parece mucho al mito que existía en mi cabeza. Podría imaginar que la ciudad haya sido maravillosa en algún momento, pero eso debió de ser mucho antes de que su nombre fuese impreso en las guías para turistas, cuando la gente todavía tenía el derecho a sorprenderse de su belleza.
Imágenes: archivo personal
Me ha parecido interesante. Creo que la belleza en cualquier ciudad se encuentra callejeando y “perdiéndose”.