¿Quién eres?
Puede parecerte una pregunta absurda porque, en el excelente caso de que seas un ente con inteligencia más o menos simbólica y cierta conciencia, seguramente creas saberlo. Si es así te felicito. Pero, ahora en serio, ¿quién eres?
¿Eres un navegante digital a la deriva, y estás aquí por error, izando el clic derecho para dirigirte a nuevas aguas?
O tal vez un excelente rebelde de cejas arqueadas, gritándome: «¿Y quién eres tú?».
A lo mejor eres una adolescente cuya madre describe como guapa, aunque tú sabes que eres más bien «simpática», y que perteneces a esa generación cuyo nivel de atención, según los expertos, se diluye entre pantallas. Si es así probablemente estés mirando el móvil al tiempo que lees esto, mientras pasas de nivel en el Candy de la tablet, y realizas un triple mortal hacia atrás acompañada del ruido de la tele, como telón de fondo.
En cualquier caso, eres alguien. Conclusión a la que he llegado mediante un proceso mental cartesiano de gran complejidad. Y no es lo único que sé sobre ti, agárrate fuerte a los reposabrazos de tu silla, o al cuello de tu peludo gato:
Tu nombre común es «lector». Lo cual hace que pierdas un poco de personalidad individual, pero te hace grande en términos numéricos. Podría poner un apellido a tu nombre, en forma de adjetivo. La cosa sería algo parecido a esto: «lector real».
Como tal tienes un lugar en el tiempo, y tus gustos influyen y son influidos por la literatura. Los mejores editores, que son los expertos en retratarte, deciden qué libros te apetece leer. Y así, seleccionan a unos y descartan a otros, de los del gremio de escritores.
Te dedicas a absorber información, desde tu rincón secreto favorito, imaginando las aventuras y desventuras de tus personajes, gozando sus dichas y sufriendo sus desdichas. Recorriendo nuevos países que desconocías o que, en algunos casos, no podrías conocer de otro modo, como lo puede ser la Tierra Media o el universo distópico de Orwell (perdón, éste último sí lo puedes conocer). A veces disfrutas pecados que no te atreverías a vivir por tu cuenta, o que no serían muy correctos para tu reputación. Otras te dedicas a sorprenderte con que, al final, el asesino fuera el bueno. Incluso, no lo niegues, has llegado a abrir mucho los ojos, sin entender nada, dándole la vuelta al libro, para comprobar si lo estabas leyendo correctamente.
Pero ―y tal vez esto no lo sepas― puedes ser muchísimas otras cosas. Y es que, con tan sólo ponerte otro apellido todo cambia. Tengo el honor de presentarte a tu otro yo (o a tu otro tú), el flamante «lector ficticio». Y, sin desmerecer de tu primer yo, éste puede resultar fascinante. No en balde es el lector imaginado por el escritor. Tus posibilidades en este caso, mientras no se diga lo contrario, son prácticamente infinitas.
¿Quién eres, ahora? ¡Ah! Has quedado en manos de un autor, tu libertad le pertenece.
Como ficticio puedes tener mayor o menor protagonismo, y el trato que recibas irá en función de las necesidades de la historia.
Algunos escritores se referirán a ti de distintos modos: “amigo lector” (Fielding), “bella lectora” (Sterne), “pío lector” (Quevedo). Y el escritor te utilizará, manipulándote únicamente en pos de sus egoístas necesidades, según su propia conveniencia o comodidad. Créeme si te digo que la mayoría ni siquiera te dirigirá un saludo como el de los tres casos anteriores. Ya no se lleva.
Tal vez te toque abrocharte el cinturón y prepararte para ser “el millón de lectores” de Goethe, o los 37 en quien pensaba Borges para sus relatos.
En el caso de la novela epistolar “Julia, o la Nueva Eloísa”, de Jean-Jacques Rousseau, tu personalidad se va alternando. Unas veces eres Julia d’Etanges, leyendo la carta de tu amado; y otras ―cuando Julia se convierte en narrador, al responder la correspondencia― eres el señor Saint-Preux, recibiendo noticias de esa joven que es el objeto de tu pasión.
Fue, precisamente, esta obra (uno de los mayores bestsellers del s. XVIII) la que transformó la relación entre el escritor y el lector, así como entre el lector y el texto, en palabras del historiador Robert Darnton. La historia epistolar, que muchos creyeron verídica, rompió las defensas de los lectores reales, sumergiéndoles en su personalidad de ficticios, y haciéndoles llorar por las aquellas desventuras amorosas.
Generalmente se te utilizará y se te dará forma en función de la voz narrativa que haya escogido el escritor:
Puede ser que un narrador en primera persona te cuente sus confidencias a ti, y sólo a ti. O puede que un narrador, tal vez haciendo uso del plural de modestia, se dirija a toda la multitud de vosotros, el gran público espectador de su relato. El intimismo informal o la solemnidad, según las necesidades.
Como lector ficticio puedes llegar a ser tratado, incluso, como a un personaje interno de la trama, narrado en segunda persona. Como en el cuento de Robert Coover, Panel Game:
“Te retuerces, enviciado en Lady (que te excita) y en Norteamérica (que no, pero la bendices de todos modos)”.
Finalmente, siempre existes como el «lector deseado». Lo cual te puede causar cierta impotencia, si no consigues dar la talla para las expectativas que el escritor te había puesto, al imaginarte leyendo su obra.
El lector deseado se define como el lector real que le hubiera gustado tener al autor. En algunos casos puede ser el público adulto que deseó Swift para sus viajes de Gulliver (cuyo lector real acabó reculando en jóvenes y adolescentes).
Otras veces el deseo es más humilde, como en mi caso, en que me conformo con que ―sencillamente― existas al otro lado de la pantalla.
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