¿Sabemos quién somos?
Nuestra identidad personal es la certeza que más de cerca nos toca. Certeza porque, por supuesto, la mayoría de nosotros creemos conocernos perfectamente, y pensamos que sabríamos cómo definirnos. Pero, ¿realmente es esto así?
¿Y si, en realidad, fuera más útil no tener una «identidad personal» en absoluto?
La idea que aquí se plantea es que nuestra identidad personal no es más que una definición imaginaria con la que intentamos defendernos de la incomodidad de la incertidumbre. Las definiciones nos hacen sentir que todo es simple y comprensible, comenzando por nosotros mismos.
Comúnmente nos definimos basándonos en nuestros gustos, nuestras opiniones y juicios, nuestras habilidades, nuestras conductas, nuestro pasado y, por supuesto, nuestra propia genética.
Nuestras creencias y juicios éticos y estéticos dependen, por ejemplo, de la cultura que nos rodea y de nuestro entorno familiar. Un caso ilustrativo lo encontramos en la percepción del dinero: históricamente existían más posibilidades de que una persona considerara el dinero como un tema tabú, como algo negativo e, incluso, anti-ético, si provenía de un país católico, y de una forma más liberal si lo hacía de uno protestante [1]. Lo que consideramos como bueno o como malo está influido por el lugar y la época en la que existimos. Según dónde nacemos, puede que consideremos la tenencia de armas como una parte fundamental de nuestra libertad, que vistamos con pantalones o con falda, o que terminemos con un cuchillo entre manos para practicarnos un harakiri por una cuestión de honor.
La influencia que la cultura tiene sobre nosotros es algo que la mayoría admitimos de forma general. Pero a veces es difícil percibir hasta qué punto están nuestras opiniones y gustos bajo su influjo. Un ejemplo interesante lo encontramos en la historia del césped. ¿De dónde procede nuestra afición por los jardines y parques de césped? El césped comenzó a popularizarse en la alta edad media en Inglaterra y Francia como símbolo de poder de la aristocracia. Mantener el césped en buen estado suponía un gran esfuerzo, ya que debía ser cortado, regado y mantenido a mano, y no producía nada de valor. A partir de ahí el césped se convirtió en un distintivo de poder y estatus social y, finalmente, con la llegada de los cortacéspedes y los modernos sistemas de riego, el césped acabó abaratándose y llegando a la clase media [2]. ¿Hasta qué punto es el gusto por los jardines de césped algo inherente a la persona, y no un gusto imbuido por los procesos de la historia y la cultura, como podría haber sido cualquier otro?
O, dicho de otro modo, ¿cuántos de nuestros gustos y juicios son genuinos?
Las campañas publicitarias son expertas, precisamente, en implantarnos gustos y necesidades. Una de las técnicas más empleadas es la que se basa en la «demostración social», un proceso psicológico por el cual evaluamos qué es adecuado observando a otras personas [3]. Por esta razón, vemos muchos anuncios en los que personas famosas, como deportistas o actores, aparecen junto a algún producto, a pesar de que no sean expertos en dichas materias. Su mera presencia basta para que percibamos el producto como «mejor».
Un ejemplo del poder del marketing lo encontramos en los móviles inteligentes. Desde hace varios años, los móviles ya hacen todo lo necesario: llamadas, fotografías y videos de calidad, aplicaciones, etc. Sin embargo, todos tenemos algún conocido adicto a comprar cada año el nuevo modelo de «pon una marca aquí». Un modelo nuevo que, pese a sus mejoras, no hace nada sustancialmente novedoso. Nuestro conocido no compra sus terminales según una necesidad real, sino impuesta. Los expertos en publicidad no le venden una herramienta, sino alguna sensación. Como lo puedan ser el prestigio, la novedad, o un signo de identidad para alguna tribu social.
Nuestros gustos, opiniones y valores éticos son influidos por la cultura que nos rodea. Está bien. Pero otras cosas como nuestras habilidades, inteligencia, personalidad, o constitución física son algo mucho más inherente en nosotros mismos. El Cociente Intelectual o el grado de extraversión/introversión, por ejemplo, son elementos que definen nuestra identidad de una forma relativamente objetiva y firme, sin llegar a ser muy influenciadas por factores externos, ¿verdad?
En un interesante estudio, los psicólogos Rosenthal y Jacobson llevaron a cabo el siguiente experimento: acudieron a una escuela para realizar un test de inteligencia al alumnado. Según sus resultados, anunciaron a los profesores que el 20% de los estudiantes mostraban unas aptitudes extraordinarias, y que existían muchas posibilidades de que realizaran una gran evolución en los próximos meses. Les dieron a los profesores una lista con los nombres de dichos estudiantes, aunque en realidad habían escrito los nombres completamente al azar. Un tiempo después volvieron a la escuela para repetir el test y, de forma asombrosa, descubrieron que el grupo de los niños «extraordinarios» obtuvieron resultados significativamente superiores. Es lo que se conoce como el efecto Pygmalion (o Rosenthal), también conocido como la profecía autocumplida. Las consecuencias de este famoso estudio no son menores: nuestra propia inteligencia y desempeño están influenciadas por lo que se espera de nosotros, tanto para bien como para mal [5].
Nuestra inteligencia y desempeño dependen de lo que se espere de nosotros
Y, probablemente, también estén influenciadas por lo que esperamos de nosotros mismos. Durante mi paso por el sistema académico, me di cuenta de que la gente que aprendía más rápido era la gente que creía que podía aprender más rápido. ¿La razón? Los estudiantes que pensaban que les costaba más, pasaban mucho más tiempo repitiendo y repasando contenido ya estudiado, para convencerse de que se lo sabían. No era un tiempo de aprendizaje, sino de autoconvencimiento. La gente que creía aprender rápido, ya estaba convencida, y no tenía que invertir sus minutos en ello. Como resultado, obtenían el mismo conocimiento en menos tiempo.
Aunque pueda resultar tentador creer en la idea de nuestra identidad personal, y tener una definición de nosotros mismos a través de la cual pensar que nos comprendemos, dicha comprensión es en gran parte poco más que una ilusión, y la complejidad de la realidad logra escapar una y otra vez a nuestros intentos de acotarla y encerrarla en nuestras definiciones.
Es bien conocido que nuestras posturas corporales son un reflejo de nuestra personalidad. Las personas introvertidas tienden a «cerrarse» sobre sí mismas, a cruzarse de piernas y a empequeñecerse, mientras que las extrovertidas toman posturas corporales mucho más expansivas. Lo curioso es que, actualmente, se han encontrado indicios de que dicha causalidad puede fluir también en sentido inverso [6]. Esto significa que nuestras posturas corporales también influyen en nuestra personalidad y actitud. La alegría puede inducir a la sonrisa, pero también la sonrisa puede llevarnos a la alegría. Tal vez tengamos tics posturales heredados socialmente, gestos que repetimos de nuestros familiares o amigos, que sin embargo estén influenciando nuestra actitud y comportamiento.
La postura está, incluso, relacionada con nuestro desempeño. Estar erguidos facilita el riego de oxígeno a nuestro cerebro y nos ayuda a mantener un mayor nivel de atención, mientras que estar encorvados puede tener el efecto contrario.
De forma similar, parece que la forma en que vestimos no es sólo un reflejo de nuestra personalidad, sino que también influye nuestros procesos psicológicos [7]. O dicho de otro modo: el hábito sí hace al monje, y si la mona se viste de seda, no se queda mona.
Nuestra ropa nos hace identificarnos con distintas tribus sociales con las cuales identificamos ciertas conductas e, incluso, opiniones.
Imaginemos un caso algo extremo: un día sales a la calle con la cabeza llena de rastas, y con ropa hippie (véase: ropa, por lo general ancha, que refleja la luz en variadas longitudes de onda, haciendo que el cerebro interprete dicha ropa como «colorida»). De repente perteneces a un mundo distinto de la gente que viste con traje o de etiqueta. Perteneces a otro modo de interpretar la existencia, a otra ideología, a otros oficios. Algunos te llamarán «perroflauta», y tal vez tú los llames a ellos de algún otro modo. Los procesos evolutivos que han preparado tu mente durante miles de años para que sientas pertenencia a un grupo y consideres como hostil y peligrosas a las tribus desconocidas se va a poner en marcha, y por tu mente van a comenzar a aparecer argumentos que justifiquen tu creciente animadversión. Tu atención selectiva va a guardar en la memoria cada acto despreciable que haga una persona del otro grupo, descartando todas las excepciones, reforzando la certeza de tu desprecio y la certeza de que estás en el bando «correcto».
Una forma de evitar que la moda nos acabe arrastrando de este modo es tener un armario que incluya estilos de distintas «tribus». Así podemos apreciar el efecto de la moda sobre nosotros, y utilizarla a ella según más nos convenga. Desde mi experiencia personal he encontrado que los distintos estilos influyen, incluso, en la postura corporal, lo cual refuerza todavía más el poder de aquello con que vestimos.
Lo curioso es lo difícil que puede ser al principio vestir de una forma distinta a la habitual. Uno siente vergüenza y ansiedad, y se siente observado constantemente. La forma de nuestra ropa, los materiales con los que está fabricada, y su color, tienen tal influencia sobre nosotros, y tienen un valor simbólico tan gigantesco, que algo tan sencillo como cambiar de estilo supone tener que salir de la zona de confort y enfrentar un gran estrés. Para muchas personas es, incluso, totalmente impensable salir a la calle con determinadas prendas de ropa, sólo porque reflejen la luz en unas longitudes de onda distintas a las habituales.
En realidad ni siquiera hace falta salir tan lejos para encontrar factores que influyan en nuestra conducta. Mirando dentro de nosotros mismos podemos encontrar que hasta nuestra flora intestinal tiene cierta influencia sobre nosotros, lo cual demuestra la complejidad de nuestro ser. Además de estar relacionada con nuestro sistema inmune o nuestro peso, recientemente se han comenzado a estudiar las relaciones que, aparentemente, tiene la flora sobre nuestra salud mental y cognitiva. Existen indicios de que una alteración en nuestras bacterias intestinales puede inducir a comportamientos depresivos [8].
Las bacterias de nuestros intestinos parecen tener una relación bidireccional con nuestro sistema nervioso central. De este modo, los cambios en nuestro comportamiento influyen en nuestra flora, pero al mismo tiempo ésta puede influir en nuestra cognición y comportamiento. Estas bacterias producen neurotransmisores comunes que podemos encontrar en nuestro cerebro, como la serotonina o la dopamina. Y nuestra dieta y estilo de vida influyen dichas bacterias [9].
Incluso nuestra genética, que podría ser el último bastión para defender la idea de nuestra identidad personal de una forma objetiva y firme, puede ser puesta en duda. En primer lugar, porque ni siquiera sabemos hasta qué punto nuestra genética nos predetermina, y existe la eterna discusión entre el ambiente y los genes para explicar a los seres humanos.
Desde hace algunos decenios se ha descubierto e investigado sobre un campo nuevo llamado epigenética, el cual ha puesto en jaque algunos de los grandes dogmas de la biología. Según esta nueva rama, nuestro ambiente es capaz modificar la forma en que funcionan nuestros genes, así que nuestra genética va a funcionar de un modo u otro según nuestro contexto [10].
Un ejemplo muy visual de epigenética se da en el reino de las abejas. Lo que diferencia a una abeja reina de una abeja obrera, es que, siendo larva, fue alimentada durante largos periodos de tiempo con jalea real, desarrollando una morfología muy distinta en su edad adulta.
De este modo, lo que comemos, nuestras experiencias, nuestra forma de vida o el clima donde vivimos pueden influir en nuestra genética (y en la de nuestros hijos).
De todos estos argumentos se desprenden algunas consecuencias prácticas muy interesantes que pueden resultar poco intuitivas: para ser inteligentes, es razonable rodearse de gente que crea que lo somos. Para ser más extrovertido, es útil imitar las posturas de la gente extrovertida. Para juzgar menos a la gente distinta, desarrollar diferentes roles de la personalidad o utilizar a la moda a nuestro favor (en lugar de al revés) es deseable mantener el armario con estilos de ropa variados.
Existen tantos factores que pueden intervenir en lo que somos, que la idea de una identidad personal es más una quimera que una realidad. Una prueba sencilla de ello es la mera existencia de las terapias psicológicas: si la forma en que nos definimos no fuese susceptible de cambiar, no habría ninguna terapia posible.
Por lo tanto, cuando nos definimos, cuando decimos que esto se nos da bien y aquello mal, cuando nos sentimos identificados con una tribu social, con unas ideologías o con unas creencias, cuando describimos nuestros gustos, cuando opinamos sobre lo que está bien y lo que está mal, cuando admiramos o despreciamos, cuando pensamos en nuestra condición física, en nuestra personalidad, en nuestro temperamento, en las emociones que sentimos… Toda esta definición no es más que una breve cara entre otras miles que también son posibles. Esta cara, esta identidad que nos atribuimos, es una mezcla de lo que creemos ser, de lo que otros creen que somos, de nuestros hábitos, de nuestro oficio, del entorno donde nacemos y crecemos, y de otros muchos factores que ni siquiera conocemos. Y, lo que es más importante, es una cara pasajera, susceptible de cambiar, de tomar otros rostros y otras opiniones.
Creer en esta única cara, en esta única definición momentánea, tal vez nos dé la sensación de comprendernos, y nos ayude a huir de la incomodidad a la incertidumbre. Pero es una comodidad fundamentada en arenas movedizas. Creer en nuestra identidad personal, es creer en una versión resumida de nosotros mismos. Al tomar las identidades personales como certezas, cizallamos nuestra realidad compleja, y nos imponemos límites a nuestro potencial y libertad que, fuera de nuestra imaginación, tal vez ni siquiera existan. Si crees que eres malo recordando nombres, difícilmente podrás recordarlos. Cuando, en realidad, cualquiera puede recordar nombres de desconocidos utilizando algunas técnicas mnemotécnicas básicas.
En algunos casos, las definiciones que hacemos de nosotros mismos, al margen de que sean positivas o negativas, pueden tener efectos nocivos en nosotros. Si tienes una percepción negativa de ti, es posible que te impongas límites imaginarios a tu propio potencial y sobrestimes los problemas que te rodean. Si, por el contrario, tienes una imagen positiva, tal vez obtengas alguna ventaja, pero también es posible que acabes subestimando las situaciones que te rodean, que te pierdas en las fantasmagorías del éxito, o que sientas cierta presión por mantener tu ego al nivel de tus ambiciones. En cualquier caso, mientras pensamos sobre nosotros, ya sea de una forma pesimista, o visualizándonos en un plató de televisión tras haber triunfado en el mundo de la interpretación, todos estos pensamientos nos distraen de lo que de verdad importa: hacer.
Cuando creemos en una definición de nosotros, es bastante probable que lo hagamos en una versión demasiado simple en contraste con la complejidad de la realidad. Por esto, si en algún momento actuamos de una forma que no es acorde a nuestra definición, o si en algún momento nuestras opiniones dejan de parecernos tan ciertas como lo habían parecido antes, es posible que entremos en una crisis de identidad.
Sin embargo, si evitamos encerrarnos dentro de una definición, si nos considerarnos como un ser desconocido, un ser que puede sorprendernos a nosotros mismos, que puede cambiar de opiniones y de gustos, entonces podremos vivir libres de límites mentales imaginarios, libres de sufrir alguna crisis de identidad (nunca tuvimos una), libres de disfrutar con personas que son distintas, y libres de la continua cacofonía interna, de los juicios, de los autocastigos, que se infligen las personas al intentar ser coherentes a una única cara de su extraordinaria existencia.
Y, lo que es más importante, si no creemos estar encadenados a ningún tipo de identidad personal, si no creemos estar sujetos a una definición inamovible… Entonces podremos mirar al horizonte estirando todas las fibras de nuestra libertad y preguntarnos:
¿Qué quiero hacer ahora?
Puedes encontrar todos los artículos de «La firmeza de la incertidumbre» en este ÍNDICE DE CONTENIDOS.
[1] http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-11912009000200003
[2] Yuval Harari (2017) Homo Deus.
[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Demostraci%C3%B3n_social
Si te resultan interesantes los procesos psicológicos por los cuales podemos ser influidos, se recomienda intensamente la lectura del libro «Influence: The Psychology Of Persuasion», de Robert Cialdini.
[4] https://es.wikipedia.org/wiki/Zona_de_desarrollo_pr%C3%B3ximo
[5] R. Rosenthal; L. Jacobson (1992). Pygmalion in the classroom: teacher expectation and pupils’ intellectual development.
https://en.wikipedia.org/wiki/Pygmalion_effect
[6] Paula M. Niedenthal (2007). Embodyng Emotion.
http://online.fliphtml5.com/qetc/vjcc/#p=1
El campo de la influencia postural sobre nosotros todavía es joven. El concepto es más fácil de encontrar buscándolo en inglés como: «Embodied Emotion» o «Embodied Cognition».
https://www.coursera.org/lecture/neurobiology/introduction-to-embodied-emotion-clqdS
[7] Enclothed Cognition
https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0022103112000200
[8] https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4879184/
[9] Microbiota intestinal
https://www.lifeder.com/microbiota-intestinal/
[10] Epigenética
https://es.wikipedia.org/wiki/Epigen%C3%A9tica
Imágenes: Jaroslav Debia, Javier Reyes, Frankie Cordoba, Pandrey Kulikov